Los usos de la historia desde el poder: Una historia para una monarquía y su virreinato
Alfredo Ávila Rueda
¿Quién ganó con la conquista de México?
Los indígenas que se aliaron con los españoles obtuvieron privilegios,
aunque no tantos como los propios conquistadores. Con el paso del
tiempo, ambos grupos vieron peligrar sus ganancias. Las antiguas
noblezas prehispánicas empezaron a ser desplazadas, por lo que algunos
de sus integrantes, como Fernando Alvarado Tezozómoc, escribieron libros
de historia para mostrar la importancia de sus linajes. Los
conquistadores, por su parte, perdieron en lo político y lo económico
frente a los funcionarios del rey. Bernal Díaz del Castillo y otros se
decidieron a contar la historia en la que ellos participaron para
mostrar que merecían privilegios.
En realidad, fue la Corona la que más se benefició de las conquistas.
Sin haber prácticamente invertido nada, en poco tiempo se hizo de
enormes dominios y de una fuente de ingresos muy importante. Lo mejor
fue que para la administración de esos enormes territorios tampoco tuvo
que invertir, pues los recursos de cada región servían para pagar a
funcionarios y las instituciones españolas. Algunas ciudades, como
México y Lima, enviaban dinero para cubrir las necesidades de
territorios menos ricos, y un generoso sobrante iba a parar a las arcas
reales en Madrid.
Por curioso que parezca, al menos en esta ocasión, la ganadora no
parecía muy interesada en escribir la historia. Cronistas como Joseph de
Acosta, Bartolomé de las Casas y Francisco López de Gómara escribieron
sus propias versiones de la conquista. Claro que los poderosos españoles
estaban interesados en saber qué se escribía. El propio rey Carlos (más
conocido por su título de emperador, Carlos V) apoyó y financió algunos
de estos esfuerzos para elaborar un relato de la expansión en América,
pero en realidad estaba más interesado en que se escribiera la historia
de los reinos españoles y no tanto de los americanos. Jerónimo Zurita y
Esteban de Garibay se cuentan entre los cronistas e historiadores
patrocinados por la Corona para escribir libros sobre el pasado de
Aragón o de Castilla. Parecía que para la monarquía era más importante
la historia de la conquista de Granada que la de México-Tenochtitlan.
Los cronistas oficiales
Pedro Mártir de Anglería, quien fue cronista de Castilla, elaboró una de
las obras más destacadas sobre el descubrimiento y sometimiento de
América: las Décadas de Orbe Novo. Poco después, el rey Carlos
encomendó la misión de contar esa historia a sus cronistas Antonio de
Guevara y Juan Ginés de Sepúlveda, pero sus aportaciones fueron mínimas.
El primero prácticamente no hizo nada, y el segundo solo escribió De rebus hispanorum gestis ad Novum Orbem Mexicumque, que no fue publicada sino hasta el siglo XVIII.
En 1571, bajo el reinado de Felipe II, se dieron los primeros pasos para
la elaboración de una “historia oficial” española respecto a los
dominios americanos, pero no con la intención de construir una memoria
que diera legitimidad a la conquista y dominio de América. Para la
Corona no hacía falta esa justificación, pues la sola expansión de la
religión católica era suficiente. En realidad, la creación del cargo de
Cronista y Cosmógrafo de los Reinos de Indias se debió a que, tras una
inspección real al Consejo de Indias, las autoridades se percataron de
que había un enorme desorden, ocasionado, en buena medida, por el
desconocimiento que se tenía de las condiciones y la realidad
americanas.
El primer cronista y cosmógrafo fue Juan López de Velasco. Elaboró una Geografía y descripción universal de las Indias y una Historia general de las Indias
que sirvieron para que los integrantes del Consejo de Indias
entendieran un poco acerca de las condiciones de los dominios
americanos. Sin embargo, sus principales actividades fueron
administrativas, en especial para tratar de poner algo de orden al
inmenso archivo del Consejo.
Estas obras eran, por llamarlo de algún modo, para “consumo interno”; es
decir, para que los funcionarios de la monarquía se enteraran de la
realidad americana, de su geografía, recursos naturales y problemas. La
historia podía ser importante, pero no tanto como las descripciones de
cada una de las regiones del llamado Nuevo Mundo.
En 1596, Antonio de Herrera y Tordesillas fue designado por Felipe II
como historiógrafo y cronista mayor de Indias. A diferencia de sus
antecesores, Herrera ya tenía una larga trayectoria como autor de obras
de historia, tanto en Italia como en España. Entre las más notables se
hallaban una Historia de Portugal, unos Sucesos de Francia y una Historia de María Estuardo.
Su trabajo dio mayor relevancia al cargo de cronista. Apenas cinco años después de ocupar ese puesto, empezó a publicar su Historia de los hechos de los castellanos en las Islas y Tierra Firme del Mar Océano.
Esta obra ha sido muy criticada desde que salió a la luz, pero reunió
por primera vez el trabajo de todos los que anteriormente habían escrito
crónicas, de modo que se trató del resumen más completo hasta ese
momento. Por eso, en los siglos XIX y XX se le acusó de cometer plagios,
ya que transcribió numerosos extractos de las fuentes que consultó.
Los varios tomos de la Historia de Herrera aparecieron entre
1601 y 1615 en Madrid y rápidamente se tradujeron al latín y francés, y
posteriormente al holandés e inglés. Su influjo fue, por lo tanto,
enorme. Como señala el historiador Mariano Cuesta, buena parte del éxito
de esta obra se debió a que era muy descriptiva y con pocos juicios de
valor. Esto no quiere decir que no hubiera una interpretación que
presentaba a Castilla como una nación escogida por la providencia divina
para llevar la religión católica a todo el mundo. Ese proceso habría
iniciado cuando los “mahometanos” fueron echados de la península ibérica
y luego se consolidó en América.
Después de Herrera, el cargo de cronista de Indias volvió a la
normalidad, es decir, a producir obras para consumo de los funcionarios
del Consejo y, en especial, a reunir y organizar el enorme archivo. Hubo
algunas excepciones notables, por supuesto, como Antonio de León
Pinelo, autor de una notable Recopilación de leyes aplicadas en América, o el poeta y dramaturgo Antonio de Solís y Rivadeneyra. La Historia de la conquista de México
de Solís se convirtió en una de las obras más leídas en torno a los
acontecimientos que relata. Su influencia en los escritores ilustrados
del siglo XVIII fue muy importante. Voltaire y Montesquieu la valoraron
y, como se verá a continuación, tuvo impacto en la construcción de una
memoria nacional española bajo los reinados de Carlos III y Carlos IV.
La historia en la construcción de la nación española
Al comenzar el siglo XVIII, la dinastía de los Borbón ocupó el trono de
España. La monarquía había vivido horas muy bajas con los reinados de
los últimos Habsburgo. Otras potencias europeas, como Francia e
Inglaterra, claramente habían dejado atrás a los españoles en varios
aspectos, incluido el militar. Junto con la reorganización fiscal y la
introducción de reformas políticas, la nueva dinastía se dio a la tarea
de crear la imagen de una España unida y fuerte. Para eso, entre otras
cosas, recurrió a la historia.
En 1738, Felipe V autorizó los estatutos de la Real Academia de la
Historia. Los objetivos de esa institución eran, entre otros, “desterrar
las fábulas” del pasado, generar conocimientos útiles para el “bien
común” y, sobre todo, resaltar las “glorias de la nación” española. La
Academia se encargaría de escribir la historia de América, aunque los
reyes siguieron nombrando cronistas, lo que no dejó de ocasionar
polémicas con la nueva institución.
Por primera vez se impulsó desde el poder de la Corona la construcción
de una historia de tipo nacional. Como ha señalado el historiador Martín
Ríos Saloma, viejos episodios del pasado de la península ibérica
empezaron a ser tratados como historia de la nación española. Muchos de
los relatos que tenían una connotación religiosa empezaron a ser
interpretados en clave nacional. Así, la rebelión del caudillo astur –o
quizá visigodo– Pelayo en contra del bereber Munuza, que desde hacía
tiempo era vista como el avance del cristianismo contra el islam, fue
interpretada como la lucha de España en contra de los “invasores” moros.
Tiempo después, se acuñaría el término “reconquista” para describir las
guerras de los reinos cristianos en contra de los mahometanos.
El siglo XVIII fue el de la construcción o invención de una nación
española, tan antigua como pudiera imaginarse, con sus héroes y una
vocación de expansión del catolicismo. La historia de América, y por lo
tanto la de Nueva España, se incorporó en ese proyecto de invención
nacional.
En 1783 Juan Bautista Muñoz fue designado por Carlos III como cronista y
cosmógrafo de Indias. De inmediato puso manos a la obra. Organizó el
Archivo de Indias, recuperó libros que habían quedado manuscritos
durante siglos (como la Historia de las cosas de Nueva España, de fray Bernardino de Sahagún) y escribió sobre distintos temas, como su Memoria sobre las apariciones y culto de Nuestra Señora de Guadalupe de México. Esta Memoria
fue el primer análisis de la tradición guadalupana que tomó en cuenta
los testimonios franciscanos del siglo XVI, muy contrarios a la versión
más difundida sobre la imagen venerada en el Tepeyac. Mostró, en
palabras del editor de su obra, “con documentos fidedignos”, “la falta
de solidez y veracidad” en la tradición de las apariciones, aunque “al
mismo tiempo, lo justo y razonable del culto que se da a aquella sagrada
imagen”.
Su trabajo más destacable, la Historia del Nuevo Mundo,
apareció en 1793. La característica más importante de esta obra es que
apuntaba que el descubrimiento y la conquista formaban parte de la
expansión de la nación española. Afirmaba que para el siglo XV, con la
conquista de Granada, se consolidó la nación española, que estaba
preparada para llevar la fe a otros territorios. Así, la dominación de
América no podía ser sino la consecuencia natural del desarrollo
nacional español durante toda la Edad Media.
La Corona impulsó la construcción de una “nación española” que tenía sus
orígenes en un remoto pasado, del cual en realidad se sabía muy poco.
La idea de una nación católica que expulsó a una nación invasora se
impuso junto con el término “reconquista”. El descubrimiento y la
dominación de los territorios americanos se juntó con aquel proceso para
mostrar la grandeza de la nación. De ahí que Hernán Cortés se
convirtiera en uno de los héroes militares españoles, junto con don
Pelayo y los Reyes Católicos.
Así lo percibió con claridad el arzobispo de México Francisco Antonio de Lorenzana, quien dio a las prensas en 1770 el libro Historia de la Nueva España, escrita por su esclarecido conquistador, Hernán Cortés, aumentada con otros documentos y notas.
Se trataba de una reedición de las cartas de relación de Cortés, quien
era presentado como el fundador de esta parte de América.
¿Cómo hacer llegar esa historia a la mayoría de la gente? La Revolución
francesa dio la oportunidad para esto. Ya en el reinado de Carlos III se
había promovido que el clero impulsara las políticas de la Corona desde
el púlpito, incluida la que contaba la “grandeza” de la “nación”.
Cuando Carlos IV ocupó el trono, su primer secretario de Estado, José
Moñino y Redondo, conde de Floridablanca, y otros funcionarios
ilustrados, como Pedro Rodríguez de Campomanes, reforzaron esa política
para crear un “cuerpo unido de nación” entre los españoles de ambos
mundos. Todos los súbditos del rey, sin importar su lugar de nacimiento o
de residencia, debían mostrar igual compromiso con la nación.
El clérigo poblano Mariano Beristáin se encargó de pronunciar sermones
en Nueva España en los que contaba la historia de las glorias de la
“nación española”, teniendo como pretexto los sermones en honor de los
soldados muertos en las guerras ocasionadas en Europa tras la Revolución
francesa.
En noviembre de 1794, con la presencia en la catedral de México del
virrey Miguel de la Grúa, marqués de Branciforte, Beristáin dedicó un
sermón en el que mostraba la justicia de la Guerra del Rosellón
(1793-1795) contra los franceses. Aunque las noticias que llegaban del
otro lado del Atlántico no eran alentadoras, el tono de la prédica del
criollo era optimista. Para conseguirlo, recurría a ejemplos bíblicos,
con lo que demostraba que el pueblo elegido, Israel, se había visto en
ocasiones en peligro (tal como el que atravesaba ese otro pueblo
elegido, España), pero siempre había triunfado gracias a su fidelidad.
Beristáin se refería a las tropas españolas como “nuestro ejército”, lo
que implicaba que aquellos europeos formaban parte de la misma comunidad
que los americanos que lo escuchaban. Tres años después, de nuevo en la
catedral, pronunció otra homilía dedicada, una vez más, a los
“militares españoles difuntos”, a los que también llamaba “nuestro
ejército”, pero en esta ocasión se refería a los soldados encabezados
por los reyes godos, comenzando por Eurico.
Beristáin continuó el relato de las glorias militares de la “nación
española” en cinco sermones más, pronunciados en distintos años. En 1805
llegó a los Reyes Católicos y el descubrimiento de América, justo
premio, desde su punto de vista, a todos los esfuerzos que habían hecho
“nuestros ejércitos” a lo largo de los siglos. En 1814 concluyó su serie
de discursos religiosos nacionalistas con uno dedicado a los caídos del
2 de mayo de 1808 en Madrid, durante la invasión napoleónica.
En México, Beristáin fue el principal promotor de esa historia
nacionalista española que se inventó en el siglo XVIII. Fue una historia
que convirtió a caudillos y pueblos con distintos orígenes, leyes y
costumbres en “españoles”. Y lo más importante, en las palabras del
predicador criollo, era que las victorias y derrotas de aquellas tropas
eran “nuestras”, como señalando que se formaba parte de la misma
comunidad. Esa estrategia retórica es la misma que aún hoy funciona en
México cuando escuchamos frases como “los españoles nos conquistaron” y,
como puede verse, resulta muy útil para construir una imagen de
inclusión nacional.
Como veremos en futuras colaboraciones, a Beristáin no le funcionó su
estrategia retórica, pero la propuesta impulsada por la Corona de usar
la historia para construir una nación fue bien aprendida en Nueva
España. Muy pronto, en este territorio, se empezaría a inventar también
una nación a partir de relatos históricos.
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