La invención de México
Una historia que nació con la Independencia
Alfredo Ávila Rueda
Si Nueva España no era un país, sino varias provincias y reinos que estaban gobernados por autoridades designadas desde la metrópoli, y tampoco había una identidad mexicana o novohispana antes de la Independencia, ¿por qué y cómo se empezó a inventar una nación que se imaginaba descendiente de los mexicas, como un único pueblo dominado durante tres siglos por la Corona española y que finalmente había conseguido su independencia en 1821?
Prácticamente todos los mexicanos saben que, durante tres siglos, Nueva
España (el nombre que recibía el actual México) estuvo dominado por
España, hasta que en 1810 empezó una guerra que condujo a la
independencia del país.
Algunas personas agregan ciertos elementos a este relato: recuerdan que
el emperador francés, Napoleón Bonaparte, invadió la península ibérica,
apresó a los reyes Carlos IV y su hijo Fernando y desató una crisis que
facilitó la pérdida de los dominios americanos. Otras versiones señalan
que España cobraba cada vez más impuestos al virreinato, que los ricos
cada vez eran más ricos y los pobres aumentaban y que, para colmo, los
criollos habían sido reemplazados por españoles en los puestos
importantes del gobierno.
No importa cuáles sean los elementos que se agreguen al relato de la
Independencia. De cualquier manera, lo que se sostiene es que México se
independizó de España. Sin embargo, bien visto, este relato también fue
una invención de los historiadores. En realidad, Nueva España no era un
país dominado por otro.
¿Qué cosa era Nueva España y cuál su historia?
Para empezar, nunca quedó claro qué significaba “Nueva España”. Para
Alexander von Humboldt, el viajero científico que visitó Hispanoamérica
al comenzar el siglo XIX, el virreinato abarcaba un territorio en el que
estaban excluidos el norte de California, la península de Yucatán y
Chiapas.
Los territorios de Nuevo Santander (actual Tamaulipas), Nuevo León,
Coahuila, Nueva Vizcaya (Durango y Chihuahua), Arizpe (Sonora y
Sinaloa), Texas y Nuevo México formaban en aquella época las Provincias
Internas, bajo el mando de dos comandantes, uno con sede en Durango y
otro en Monterrey. Estos reclamaron constantemente que sus territorios
eran independientes del virrey de México.
En materia de administración de justicia las cosas también eran
complicadas. Chiapas formaba parte de la Audiencia de Guatemala,
mientras que en el occidente y noroeste esos asuntos se atendían desde
la Audiencia de Guadalajara, sin intervención del virrey.
En cuanto a recursos económicos, Centroamérica, las Provincias Internas y
el Caribe (incluida Venezuela) dependían de los recursos económicos de
México. Esas regiones dependían de Nueva España, pero ¿eran parte de
Nueva España?
Nueva España no era un país, sino varias provincias y reinos que estaban
gobernados por autoridades designadas desde la metrópoli, con
jurisdicciones diferentes. Esto ocasionaba que no hubiera una identidad
mexicana o novohispana. De hecho, nadie nunca se llamó a sí mismo
“novohispano”, un término inventado en el siglo XX.
La gente era española si era blanca; veracruzana, si era de ese lugar;
natural del pueblo de Tixtla, en su caso; mexicana, si era de la capital
o hablaba náhuatl. Alguien como Lucas Alamán, integrante de una familia
minera y quien sería uno de los políticos más prominentes de la primera
mitad del siglo XIX mexicano, era español frente a los indígenas y
mestizos, americano frente a los españoles europeos, guanajuatense
frente a los de Ciudad de México. La única identidad compartida era la
religiosa (aunque variara de un lugar a otro) y el ser súbditos del rey
de España.
Si estas personas no tenían una única identidad, ¿cuál sería su
historia? Muchos historiadores piensan que los criollos de la época
colonial, a través de la escritura de la historia, empezaron a construir
la identidad de la nación que después se convirtió en México.
Como podrá verse, es verdad que en la guerra de independencia la obra de
los criollos del siglo XVIII fue usada para inventar una identidad en
el país que nació en 1821, pero esto no significa que los trabajos de
historia de Francisco Xavier Clavigero, Francisco Xavier Alegre, Antonio
Alzate o Antonio de León y Gama –por mencionar solo a unos pocos
ilustrados de Nueva España– tuvieran la intención de formar una
identidad mexicana, ni siquiera criolla.
El más importante de los historiadores criollos del siglo XVIII fue, sin
duda, Clavigero. Era un jesuita comprometido con su orden religiosa.
Cuando en 1767 la Compañía de Jesús fue expulsada de los dominios
españoles, salió hacia Europa.
Nunca buscó secularizarse para poder volver a su patria, posibilidad
establecida en el propio decreto de expulsión emitido por Carlos III. En
1773, cuando la Compañía fue suprimida, dejó en claro que su identidad
consistía en ser jesuita.
En el exilio, Clavigero publicó una obra fundamental para la historiografía mexicana: Storia antica del Messico (Historia antigua de México),
que apareció en Cesena en 1780. Este trabajo tenía un objetivo
explícito: defender a los hispanoamericanos de las acusaciones de
inferioridad hechas por algunos ilustrados europeos. No fue el único.
Otros escritores de Nueva España y de América del Sur hicieron lo mismo.
También hubo españoles que salieron a la defensa de la monarquía
católica y de sus súbditos.
Bajo el patrocinio de Carlos III, se habían realizado excavaciones
(antes de ser rey de España las había promovido en Nápoles) y obras
históricas que valorizaban el pasado de las distintas regiones y reinos
de España. La obra de Clavigero y otros trabajos, como el de Antonio de
León y Gama, formaban parte de esta corriente de estudios.
Clavigero se decidió a escribir una historia del país llamado Anáhuac,
que no incluía la región norte del actual México ni la península de
Yucatán, aunque sí el Soconusco chiapaneco. Tras una descripción
geográfica, empezaba con el relato de los toltecas, a quienes
consideraba el primer pueblo del que podía escribirse una historia.
Concluía, por supuesto, con los mexicas o “mexicanos” y la Conquista.
Los periodos más cercanos fueron mejor descritos, por contar con más
fuentes, lo que sucedió también con el relato de la Conquista. Esto
ocasionó un fenómeno curioso: aunque en los primeros capítulos se
refería siempre a los tlatoani de México como “reyes”, en los
apartados dedicados a la conquista española adoptó el vocabulario usado
por Hernán Cortés (cuyas Cartas de relación acababan de ser publicadas en México), así que llamó “imperio mexicano” al altépetl de México, a Tlaxcala “república” y a otros pueblos simplemente “reinos”.
Hay que subrayar que, para Clavigero, Nueva España no era descendiente
de los pueblos prehispánicos, pues estos habían sucumbido con la
conquista en 1521. Tanto los mexicas como los que ayudaron a
conquistarlos terminaron “abandonados a la miseria, la opresión y el
desprecio”, a pesar de “las cristianas y humanísimas disposiciones de
los reyes” españoles. El Dios del jesuita había “castigado, en la
miserable posteridad de aquellos pueblos, la injusticia, la crueldad, y
la superstición de sus antepasados: horrible ejemplo de la justicia
divina”.
Historiar la Guerra de Independencia
El nombre de “imperio mexicano” fue recuperado en 1821, cuando Agustín
de Iturbide propuso la creación de una monarquía independiente que no se
llamaría “reino” sino “imperio”. Otro personaje que recurrió a la Storia antica del Messico para nombrar al país que estaba surgiendo en medio de la crisis de la monarquía española fue Servando Teresa de Mier. La Historia de la revolución de Nueva España,
antiguamente Anáhuac se publicó en 1813 en Londres, donde se hallaba
exiliado el regiomontano Mier. Esta obra fue la primera historia de la
guerra de independencia.
Mier había empezado a escribir un relato sobre los sucesos de 1808 en
Ciudad de México, cuando el virrey José de Iturrigaray fue depuesto por
algunos comerciantes, oidores y militares. Tenía a su disposición los
papeles de la familia Iturrigaray y la información que algunos amigos le
mandaban desde Nueva España, así como noticias que publicaban los
periódicos. Mier no había estado en el virreinato desde 1795, de modo
que no presenció ninguna de las cosas que contaba en su obra. Esto
explica algunos errores, como suponer que el cura Miguel Hidalgo “gritó”
vivas a Fernando VII en el pueblo de Dolores, lo que no es ratificado
por ninguno de los testimonios directos que existen sobre lo ocurrido el
16 de septiembre de 1810. Mier elaboró esa versión porque varios
conocidos le escribieron diciéndole que algunos insurgentes peleaban a
favor del rey español y porque se hallaba en Londres, de modo que
buscaba respaldo británico y suponía que sería más fácil conseguirlo si
mostraba que los promotores de la independencia apoyaban una monarquía.
La importancia de la Historia de Mier es tanta que todavía hoy se sigue creyendo que el Grito de Dolores incluyó las mencionadas aclamaciones al rey.
La obra de Mier estaba dedicada a los patriotas de Buenos Aires y en
otros trabajos no dudó en escribir sobre Venezuela, firmando,
simplemente, como “un americano”. Cuando finalmente llegó a México, ya
convertido en un país independiente, afirmó ante el Congreso: “No soy
mexicano”, pues su “patria” era Monterrey. Escribió la primera historia
de la guerra de independencia, pero aún no la de la independencia de
México. Ese honor correspondería a alguien que sí vivió en Nueva España
en esos años.
La invención de México
Carlos María de Bustamante fue un abogado nacido en Oaxaca que se lanzó a la empresa de publicar el Diario de México
al comenzar el siglo XIX. Deslumbrado por las antiguas culturas
mesoamericanas, publicó noticias sobre los principales descubrimientos
prehispánicos. No se interesaba en asuntos políticos, pero a partir de
1808 fue imposible no abordarlos. En ese año, promovió que se elaboraran
medallas con la efigie de Fernando VII, con una leyenda que subrayaba
la unidad de la monarquía española en ambos lados del Atlántico.
Bustamante era un patriota que amaba su tierra y su historia, pero
también a su rey y a la monarquía católica.
En 1812, con la libertad de prensa y las elecciones traídas por la Constitución de Cádiz, publicó unos Juguetillos
con la intención de impulsar la participación de los ciudadanos y
participó en los primeros comicios populares en Ciudad de México. El
virrey Francisco Xavier Venegas, descontento con los resultados,
persiguió a los periodistas y a las personas que participaron en ese
proceso electoral. Bustamante huyó entonces al campo de los insurgentes.
Antes de ese año, no había puesto demasiada atención a la rebelión de
Miguel Hidalgo, a la que todavía muchos años después siguió llamando
“horrorosa” por ser tan violenta; pero el movimiento de José María
Morelos le pareció más organizado. En 1813 llegó a Oaxaca, en donde
propuso que los insurgentes siguieran el mismo camino que los españoles:
que reunieran un congreso y elaboraran una constitución. Al mismo
tiempo, se propuso documentar la guerra para, en un futuro, escribir su
historia.
En 1813, el virrey Félix María Calleja también se propuso reunir la
mayor cantidad de documentos posible para que en el futuro se escribiera
una historia de la guerra en Nueva España. Por eso encomendó a su
secretario, el asturiano Patricio Humana, que elaborara copias de todos
los documentos capturados a los rebeldes, no solo para mandar a España,
sino para conservarlos en el archivo. Quien mejor aprovecharía ese
acervo sería, justamente, Bustamante.
En 1821, el abogado oaxaqueño inició tres proyectos de historia de la
guerra de independencia. Los tres quedaron truncados, aunque el más
importante pudo continuarlo años después.
Empezó con una serie de Documentos importantes para la historia del imperio mexicano.
El primer número reproducía el manifiesto del Supremo Congreso Mexicano
en Puruarán del 28 de junio de 1815. Se trataba de un documento extraño
tanto para el movimiento insurgente como para la “historia del imperio
mexicano”. Lo primero, porque era una declaración de independencia que
justificaba la insurgencia en nombre de Fernando VII, al contrario de lo
que hizo la declaración de independencia de 1813, promovida por
Morelos, que repudiaba al monarca español. Lo segundo, porque el
Congreso insurgente era republicano y no parecía que tuviera mucho que
ver con la monarquía establecida en 1821.
Solo se publicaron seis números de esa serie. Incluyó manifiestos de
José María Cos, elogios a la Constitución de Apatzingán y una de las
cartas de Servando Teresa de Mier, en la que justificaba la
independencia de Venezuela.
Al mismo tiempo, apareció el periódico La Abispa de Chilpancingo,
escrito “para perpetuar la memoria” de José María Morelos y su obra.
Como en esa publicación no solo ensalzaba la historia de los insurgentes
republicanos, sino que recomendaba explícitamente que México imitara
las instituciones de Estados Unidos, fue denunciado ante un tribunal de
prensa y censurado. Aunque la denuncia la hizo el fiscal de imprenta
José González Retana, todos sabían que detrás estaba Agustín de
Iturbide, a quien Bustamante le estaba colmando el plato con tanta
historia de la Guerra de Independencia.
No habían pasado ni dos meses de que el Ejército de las Tres Garantías
entró en Ciudad de México cuando Bustamante empezó a publicar su Cuadro histórico de la revolución mexicana.
En el primer fascículo, escrito en forma de carta (todo el Cuadro
estaría formado por esas “cartas”), puso una anécdota: el realista
Agustín de Iturbide recibió un ejemplar de la Historia del
padre Mier y quedó tan impresionado con lo que leyó que decidió pelear a
favor de la independencia. Por supuesto, Iturbide reconvino al
historiador: “Usted dice en la primera carta de su Cuadro, que
yo con la lectura de la obra del Padre Mier me arrepentí de haber
perseguido a los insurgentes; yo jamás puedo arrepentirme de haber
obrado bien y dado caza a pícaros ladrones; los mismos sentimientos que
tuve entonces tengo ahora: vaya ahora y retráctese de cuanto ha escrito
en esta parte”.
Al comenzar 1822, la serie de Documentos, La Abispa y el Cuadro
dejaron de publicarse. Definitivamente, si la historia la escriben los
vencedores, Bustamante no era uno de ellos. No, al menos, antes de que
cayera el imperio de Iturbide. Un mes después de la abdicación del
emperador, volvió con La Abispa y, tras el establecimiento de la república federal, reinició el Cuadro histórico de la revolución mexicana.
En su obra, Bustamante no solo inventó los principales episodios
románticos de la guerra de independencia, como el Pípila o el Niño
Artillero de Cuautla. Lo más importante fue que inventó también una
nación que buscaba ser independiente: México. Él bien sabía que, antes
de la independencia, el gentilicio “mexicano” se aplicaba solo para los
habitantes de la capital virreinal y para quienes hablaban náhuatl. De
ahí que tanto Hidalgo como Morelos se refirieran a los “mexicanos” como
“apáticos” bebedores de pulque y “cobardes” que no se unían a la
revolución. Don Carlos, en cambio, empezó a usar el gentilicio para
designar a todos los habitantes de Nueva España, menos a los nacidos en
España. Poco importaba que la mayoría de los defensores del orden
colonial fueran criollos o que entre los simpatizantes de la insurgencia
hubiera algunas personas nacidas en España; Bustamante convirtió la
guerra civil que estalló en 1810 en una guerra de independencia, en la
que los americanos o mexicanos combatieron a los españoles para
liberarse.
De igual modo, continuó interesado en las “antigüedades” mexicanas,
aunque fue más generoso que Clavigero con aquellos pueblos. En sus
periódicos, Bustamante empezó a inventar una nación que se imaginaba
descendiente de los mexicas, que se consideraba como un único pueblo
durante los trescientos años de dominación española y que finalmente
había conseguido su independencia en 1821.
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