Hernán Cortés: la conquista del último gran imperio mesoamericano
Úrsula Camba Ludlow
En noviembre de 1519 Cortés y Moctezuma II estuvieron cara a cara por primera vez. Según la tradición, el encuentro ocurrió en la esquina que ahora forman las calles de República de El Salvador y Pino Suárez, en el centro de Ciudad de México. Allí también se ubica el antiguo Hospital de Jesús y el templo de Jesús Nazareno.
Hernán Cortés deja atrás Veracruz y se interna en territorio enemigo de
los mexicas. Los tlaxcaltecas, esos bravos guerreros que desean quitarse
el yugo azteca y viven en los márgenes del imperio, visten telas burdas
y comen sus alimentos sin sal, debido a que el control de la misma está
en manos de los mexicas y sus aliados. Comer sin sal será uno de los
castigos más grandes para los españoles, acostumbrados a condimentar sus
alimentos con mucha de ella desde siglos atrás.
Los tlaxcaltecas atacan a los españoles, capturan y destazan a un
caballo, animal desconocido en estas tierras. Comprueban que los recién
llegados sangran, no son dioses, y que esos seres monstruosos de cuatro
patas y cabeza descomunal son, al fin y al cabo, animales de carne y
hueso.
Después de varios encuentros, altercados y ataques seguidos de
reiteradas disculpas (táctica bien diseñada por los caciques
tlaxcaltecas), Cortés logra la fidelidad de los cuatro señores que
gobiernan el reino de Tlaxcala. Esa alianza será crucial para el triunfo
futuro de la conquista. A su vez, estos indígenas encuentran en el
capitán extremeño la única manera de enfrentarse a sus peores enemigos
y, con suerte, derrotarlos para siempre.
Los mensajeros de Moctezuma que se habían acercado a Cortés en Veracruz
lo conminan a no confiar en los tlaxcaltecas, aunque sin éxito. Al no
conseguir alejarlo de sus enemigos, le aconsejan acercarse a
Tenochtitlan pasando por Cholula, ciudad próspera de comerciantes y
sujeta al poderío mexica.
Cholula es populosa y parece recibirlos con agrado. Pero la
indispensable Malintzin, interceptada por una anciana debido a su
belleza, se entera de una emboscada que los guerreros intentan tender a
los españoles. La mujer le ofrece salvarla de la matanza y casarla con
un hijo. Malintzin accede en apariencia y le dice que solo irá a recoger
sus pertenencias. Avisa a Cortés sobre la trampa. El español no lo
piensa dos veces y, sin piedad, ordena la matanza de los guerreros
completamente desarmados. Durante varios días, los tlaxcaltecas se ceban
en la rapiña y el despojo de sus enemigos derrotados. Sometidos los
cholultecas, Cortés y sus hombres avanzan, ahora sí, con el camino libre
hacia la gran Tenochtitlan.
Los hombres han cruzado selvas, bosques, valles; han ido del calor
sofocante de Veracruz al frío paso entre los volcanes nevados que
cierran la cuenca de México. Algunos, despojados de sus armaduras, se
han abrigado con pellones, una especie de abrigo de plumas de
fabricación indígena.
La mayoría va caminando, pues solo hay poco más de una docena de
caballos. Los tamemes (cargadores) tlaxcaltecas arrastran los pesados
cañones y las piezas de artillería durante kilómetros.
El esplendor
Han llegado a la gran Tenochtitlan, azorados por lo que han visto a su
entrada. Calzadas limpias y anchas, canales llenos de canoas, mujeres y
niños atónitos que salen al encuentro de esos hombres extraños con pelo
en la cara y vestimentas, utensilios, armas y animales nunca antes
vistos.
Moctezuma ha salido a recibirlos flanqueado por sus hombres de confianza
y un enorme séquito. El tlatoani lleva sandalias de oro y no pisa jamás
el suelo de tierra, pues le anteceden hombres que van colocando mantas
de algodón a sus pies.
Cortés se acerca e intenta abrazarlo como una forma de ofrecer un saludo
afectuoso; los caciques lo detienen, pues eso es un gesto de desprecio
entre los mexicas. Intenta entonces darle la mano derecha a través de
Malintzin, pero el tlatoani la desdeña.
Moctezuma los hospeda en el Palacio de Axayácatl y se dispone a
enseñarles la grandeza de su aposento principal, su “zoológico”, sus
jardines; de su populosa ciudad, sus dominios, su poderío.
En el llamado zoológico que después quedará reducido a cenizas, los
españoles miran con horror los cientos de serpientes que viven en cestas
rodeadas de plumas. Para ellos, ese animal simboliza el pecado capital,
la caída de Adán y Eva, la expulsión del Edén, el Diablo... Y con esos
referentes, los únicos que tienen para comprender y comunicarse, miran
ese mundo extraño, inexistente aun en su imaginación. Se maravillan con
las numerosas fuentes y árboles que rodean los templos, los centenares
de pájaros, sus coloridos plumajes, sus trinos y su infinita variedad.
Cuando Moctezuma los lleva al mercado de Tlatelolco, el más grande que
los españoles hayan visto, las imágenes se suceden como en un sueño. Los
productos están perfectamente ordenados, hay puestos de loza de barro,
ollas de todos los tamaños, jarritos, miles de plumas de colores
brillantes, petates, canastas; frutas, legumbres y verduras imposibles
de imaginar en el mundo europeo: aguacates, zapotes, cacahuates, tunas,
nopales, cientos de variedades de maíz de distintos colores, frijoles,
infinidad de chiles, huauzontles, quelites, insectos, patos y
guajolotes, venados, tanto vivos como muertos.
El bullicio y la gente asombran a los europeos, que aseguran jamás haber
visto una ciudad tan grande y populosa, salvo, quizá, Venecia. Mientras
tanto, Cortés había dejado una guarnición en Veracruz bajo el mando de
un fiel capitán, Juan de Escalante, y unos cuantos españoles. Pero en
una escaramuza con unos mexicas que exigían el tributo a un pueblo
cercano, Escalante fue atacado y murió unos días después.
Al enterarse, el capitán enfureció y, tras culpar a Moctezuma de la
trampa, le coloca unos grilletes en los pies, acto que causa conmoción y
pesar al tlatoani. Cortés accede a quitarle los grilletes a
cambio de aplicar un castigo ejemplar al traidor. En efecto, se monta
una hoguera rodeada de flechas y ahí se le da muerte al atacante como
castigo ejemplificador para los espectadores y el mismo tlatoani. Un despliegue de poder.
Durante meses, Moctezuma vive preso en sus aposentos en relativa
tranquilidad. Conversa con el extremeño mediante un muchacho español que
ha sido nombrado su paje y ha aprendido el náhuatl. Así, Cortés le
cuenta las virtudes de la Virgen María, piadosa mujer, madre de Dios que
intercede por todos. Le habla de la Divina Providencia. De un Dios
todopoderoso y único, enemigo de sus ídolos; de Carlos V, poderoso
monarca del que los españoles son vasallos. Moctezuma lo escucha y
asiente. Hay algo de fatalismo en su actitud, de derrota anticipada, de
resignación.
Esta publicación es solo un fragmento del artículo "El fin de Hernán
Cortés" de la autora Úrsula Camba Ludlow que se publicó en Relatos e
Historias en México, número 122. Cómprala aquí.
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